viernes, 20 de junio de 2014


El vampiro de Ezeiza. Por Marcos Apolo Benítez

 “Un delito de amor se torna parte integrante del vampirismo. […] Es un héroe fatal para sí mismo y para aquellos que lo rodean; su amor es maldito”.
Mario Praz
 
El bicho, terriblemente obeso revolotea por el aire sin decidirse a bajar. Vuela lento. Panzón. Se nota que ha chupado demasiada sangre.  Si aterriza, duda de poder remontar vuelo. Si no aterriza, teme que el cansancio lo afloje y le haga estrellarse. Vacila… Debería alejarse, pero su amor voraz y fáctico hace que todavía tenga mucho que absorber.
Aletea bajo, lo suficiente como para que se note que ha envejecido. Tiene la pesadumbre de un abuelo viudo. Le cuelgan unas  enormes pelotas peludas.
Un niño que juega en el predio, junto a sus padres y junto a otras tantas familias con sus hijos retozando al sol, alza la mirada y alcanza a verle las bolas al viejo murciélago. Al instante pega un grito, y hacia el cielo señala con su dedo. Inmediatamente la muchedumbre familiar entra en pánico. Alzan las manos, se trepan a los árboles y le arrojan con objetos como para bajarlo y alcanzar al impúdico vampiro protopederasta.
Éste, lerdo pero no perezoso, ante tanta sangre en ebullición pega el raje. La sangre es un brebaje que se toma tibio; caliente produce retorcijones, y  frío -al espesarse- causa indigestión. El vampirismo es un arte de templar los extremos para saciar la propia extremidad.
Las familias, indignadas y furiosas, ante la huida del viejo chupa sangre entran en crisis y empiezan a desangrarse entre ellas. El predio termina viscosamente manchado. Demasiada tentación para nuevos y ágiles vampiros.
Mientras tanto, el viejo y obsceno sanguinario se pierde en el ocaso con su leyenda incierta; muerto, sin poder morir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario