El vampiro de Ezeiza. Por Marcos Apolo Benítez
Mario Praz
El bicho,
terriblemente obeso revolotea por el aire sin decidirse a bajar. Vuela lento.
Panzón. Se nota que ha chupado demasiada sangre. Si aterriza, duda de poder remontar vuelo. Si
no aterriza, teme que el cansancio lo afloje y le haga estrellarse. Vacila… Debería
alejarse, pero su amor voraz y fáctico hace que todavía tenga mucho que absorber.
Aletea bajo, lo suficiente
como para que se note que ha envejecido. Tiene la pesadumbre de un
abuelo viudo. Le cuelgan unas enormes pelotas peludas.
Un niño que juega en
el predio, junto a sus padres y junto a otras tantas familias con sus hijos
retozando al sol, alza la mirada y alcanza a verle las bolas al viejo murciélago.
Al instante pega un grito, y hacia el cielo señala con su dedo. Inmediatamente
la muchedumbre familiar entra en pánico. Alzan las manos, se trepan a los
árboles y le arrojan con objetos como para bajarlo y alcanzar al impúdico
vampiro protopederasta.
Éste, lerdo pero no perezoso,
ante tanta sangre en ebullición pega el raje. La sangre es un brebaje que se
toma tibio; caliente produce retorcijones, y
frío -al espesarse- causa indigestión. El vampirismo es un arte de
templar los extremos para saciar la propia extremidad.
Las familias,
indignadas y furiosas, ante la huida del viejo chupa sangre entran en crisis y
empiezan a desangrarse entre ellas. El predio termina viscosamente manchado.
Demasiada tentación para nuevos y ágiles vampiros.
Mientras tanto, el viejo y obsceno sanguinario se pierde en el
ocaso con su leyenda incierta; muerto, sin poder morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario