martes, 24 de junio de 2014


Psicoanálisis, literatura y amor. Por Juan Terranova

(Texto íntegro de la ponencia que diera en Rosario para el evento organizado por
La letrina de Apolo)

Buenas noches. Voy a ser muy breve para que podamos conversar. Marcos Apolo Benítez me invitó hoy a este lugar para que les presentara algunas ideas sobre psicoanálisis y literatura. Así que aparte de intentar ser breve, voy a ser indiscreto y les voy a leer una de mis respuestas a su invitación:
“Para mí el cruce Psicoanálisis y literatura siempre es convocante. Pero al mismo tiempo resulta un poco trillado. Creo que, para interesar a los posibles asistentes, habría que agregarle algo más. Sería una forma de usar la especulación por la convocatoria como un desafío para la charla. Si tuviera que cortar la relación entre psicoanálisis y literatura a mí hoy me gustaría agregarle el agente catalizador del amor. Creo que ahí ya, desde mis ganas, mi visita a la ciudad, y desde un posible auditorio, al que no pienso muy grande, se produce un interés. Literatura, psicoanálisis y amor. Queda raro pero si me preguntás a mí, eso me interesa.”

Después agregué: “Si pusiéramos Eros, literatura y psicoanálisis creo que estaríamos arrugando un poco. Vamos derecho al punto. A los bifes, y ya.”
Marcos Apolo entendió perfectamente, aceptó el cruce tripartito que le ofrecía y agregó: “muchos psicoanalistas se la pasan hablando de Eros con tal de no tocar el amor...” 
El amor, no el Eros, entonces, nos convoca esta noche. Amor y Eros son diferentes. Cuando hablamos de amor no existe ese velo del vocabulario erudito, no existe esa distancia. El peligro resulta así evidente: elegir la palabra “amor” nos podría llevar a la pasión o directo a la cursilería, pero también a ambas. Allí vamos.
Tenemos estas palabra, entonces, que parece decir todo y nada. Y tenemos esos dos esqueletos conceptuales, esos dos cuerpos bibliográficos –a veces solidarios, a veces ajenos– que son el psicoanálisis y la literatura. ¿Qué pasa cuando un narrador, un poeta, un crítico, un psicoanalista tiene que escribir o decir la palabra “amor”? Lo que hace, si es perspicaz, es poner un adjetivo. El consejo en modo imperativo con sonido publicitario, casi proselitista, sería: “Pongale un adjetivo a la palabra amor.” Y eso ya cambia la situación de lectura. Siento amor. Experimento amor. ¿Pero qué tipo de amor? ¿Cómo es ese amor? No es lo mismo un amor sospechoso, un amor cruel, un amor masoquista, una amor infantil, un amor húmedo o uno seco.

Si uno dice “siento un amor total” o “un amor completo”, no avanza, se genera un efecto redundante, de repetición, pero si se arriesga con el adjetivo, el amor se complejiza, y lo que está entumecido, nuestra idea romántica del amor, se ablanda, se vuelve más próximo, más tangible.
Siento un amor incompleto, un amor inconstante, un amor opaco, un amor vulnerable, siento un amor inútil. Siento un amor útil. Y si se agrega el objeto de ese amor creo que avanzamos incluso un poco más:  
“Siento un amor irregular hacia la obra de Jorge Luis Borges.”
“Experimento un amor inexplicable a la ciudad de Córdoba.”
En esas dos sentencias estoy siendo autobiográfico y honesto. No son meros ejemplos.
La idea de adjetivar, de encuadrar y rodear la palabra “amor” me surgió hablando con un psicoanalista. Yo venía contando, entusiasmado, y él me cortó y me preguntó: “¿de qué tipo es ese amor?” Respondí y a mí vez le pregunté si le hacía esa pregunta a sus pacientes y él me explicó que sí, que la pregunta intentaba desautomatizar la proliferación del significante. Una pregunta simple: ¿de qué tipo es ese amor?
Pensemos en el significante arreciando, el tipo hablando, hablando, y cuando aparece la palabra “amor”, mi amigo, el analista, pregunta “¿de qué tipo es ese amor?”
¿Qué resonancias tiene la palabra “desautomatizar” para mí, que no soy analista sino un brumoso crítico literario de los arrabales de Buenos Aires? “Desautomatizar” suena a la ostranenie de los formalistas rusos, al extrañamiento, la la desfamiliarización, a ese rasgo que hace literatura a la literatura. El adjetivo desautomatiza en relación al amor, lo carga de ideología, lo desplaza, lo extraña, lo objetiviza y podríamos decir lo complejiza y refina.
Con el amor aparece un desafío del crítico literario que es como contar, como argumentar, como narrar, su amor a los libros. No a los libros en general sino a cada uno de los libros que lee en particular. El difícil desafío, podríamos decir, del elogio. Si tener una mejor relación con el amor implica saber encontrarle buenos adjetivos, adjetivos que cumplan su función descriptiva, con la lectura pasa algo similar. Los libros por los que sentimos amor nos demandan una lectura sofisticada, un adjetivación precisa, imaginativa, productiva.
Hoy atravesamos un momento en que el amor apasionado está mal visto. O digamos, más bien, todas las pasiones están mal vistas. Y creo que refinar un poco esas pasiones es un acto de amor a sí mismo y a los otros. Si no hay pasión, si no hay amor, bueno, creo que ahí lo que asoma son las pulsiones. Las pulsiones, lo sabemos, esa parte reptil de nuestro cerebro, no pueden triunfar. Si triunfa la pulsión lo que triunfa es la Skinet de Terminator, triunfa la iguana comiéndose a sus hijos. Así que necesitamos el amor y necesitamos el amor pasional. Y eso implica un grado de violencia, un grado de desorden, un grado de caos. ¿O alguien puede negar que amar con intensidad, con pasión, implica violencia? Violencia primero contra los que nos dicen que no debemos apasionarnos. Violencia contra el que amamos, porque nuestra amor lo modifica. Y violencia también contra nosotros mismos.

Se dice que el reverso del amor no es el odio sino la indiferencia. Hay mucho en este saber popular. Heidegger, por ejemplo, situaba lo malo en la Ira. Pero al mismo tiempo ponía a la Ira en el Ser. Decía algo así como que la Ira y la Gracia descansaban juntas, apoyándose en el Ser. Pido disculpas por mi Hidegger banal y mis instrumentales y deslucidas simplificaciones. Pero me gustó lo de la Ira y la Gracia habitando juntas.
Insisto: El refinamiento del amor me parece una de las misiones más importantes del crítico. Y quizás también del analista. ¿Vamos al psicoanalista para que nos enseñe a amar? ¿Leemos libros buscando esa enseñanza? ¿También deberíamos, siguiendo a Heidegger, encontrar en estos espacios de lectura y de oralidad, de encuentro con la palabra, la enseñanza del odio?

Lo que digo suena mal pero si el amor es ecuménico, ¿no lo es también el odio? Y retomando lo dicho, es la indiferencia, esa estática y vacua indiferencia, la que nos aleja del amor. Toda pasión de amor esconde una pasión del odio. Y también es posible que aceptar nuestro odio, nos ayude a conocer mejor nuestro amor. Aunque una vez César Aira escribió que al terminar Ema, la cautiva se dio cuenta, dijo, que “había creado para mí una pasión nueva, la pasión por la que pueden cambiarse todas las otras como el dinero se cambia por todas las cosas: la indiferencia.”
Pero no nos desviemos. Sigamos con el odio y el amor. Creo, estoy convencido, de que el crítico está en la obligación de odiar, a sabiendas de que esa práctica puede darse vuelta como una serpiente y morderlo en la cara. Todo esto suena muy mal –hay un pudor que nos impide hablar con libertad– pero mi voluntad es sincerarme y si no le decimos eros al amor, no veo por qué no podemos, no sin cuidado desde ya, hablar de odio y de su función, su energía, su potencial.
El poeta Ogden Nash escribió alguna vez que “Cualquier muchacho de escuela puede amar como un loco. Pero odiar, amigo mío, odiar es un arte.”
Mucho antes, en 1826, el crítico inglés William Hazlitt publicaba un breve pero contundente ensayo titulado The Pleasure of Hating. Odiar como un arte. Odiar como un placer. Quizás en ese placer se oculte la culpa, y sea la culpa lo que nos separa del odio. Hay algo de El malestar en la cultura en  ese breve ensayo. Les leo un párrafo:
“¿Qué posibilidades de triunfo tiene la pasión auténtica? ¿Qué certeza hay de su duración? Viendo todo eso como yo lo veo, y desenredando la maraña de la vida humana en sus diferentes hilos de mezquindad, rencor, cobardía, insensibilidad, falta de comprensión, indiferencia hacia los demás y desconocimiento sobre uno mismo, viendo que la costumbre prevalece sobre toda excelencia, y que esta sucumbe ante la infamia, habiéndome equivocado tanto en mis esperanzas públicas y privadas, juzgando a los otros a tenor de mí mismo y juzgando mal, decepcionado siempre por aquello en lo que más confiaba, incauto en la amistad y burlado en el amor, ¿acaso no tengo motivos para odiarme y despreciarme? Sí, con toda certeza; sobre todo por no haber odiado y despreciado al mundo tanto como debía.”
Otra cita: “La naturaleza parece (cuanto más la observamos) hecha de aversiones: sin nada qué odiar, perderíamos el auténtico resorte del pensamiento y de la acción. La vida se convertiría en una charca de agua estancada si no la agitaran los intereses opuestosy las pasiones irrefrenables de los hombres.”
Refinar nuestro amor y refinar nuestro odio implica saltar por arriba de las convenciones judeocristianas que dicen que amar está bien y que odiar está mal y que oponen estos dos conceptos, estos dos sentimientos. La Iglesia Católica, que sabe de odios, cayó desde hace algunos años en la práctica, sosa y oscura, de celebrar el amor sin más que citarlo. Los grandes teólogos, que sabían de amor, fueron quedando olvidados. Me resulta ingrato constatar que hoy muchos sermones parroquiales suenan a la insípida prosa institucional de la autoayuda, ese registro editorial donde el odio aparece prohibido.
Hace unos días me comentaron que Virgina Woolf dijo una vez que las mejores frases de amor son las que expresan odio al objeto amado. Lo mejor del amor expresa odio al objeto y en el medio, la lengua. Las mejores frases. No puedo encontrar la fuente de la cita y posiblemente no exista como tal y Virgina Woolf nunca haya dicho ni escrito eso. Sin embargo, hay algo en esa idea, algo incómodo, que tiene una tibia luz de verdad.
“Las mejores frases de amor son las que expresan odio al objeto amado.”
¿Cómo vamos a hacer consciente lo inconsciente si no aceptamos y adjetivamos nuestro odio? “El odio es una complacencia de las personas rudimentarias” dijo Borges una vez para tratar de convencernos de que no odiaba a Rosas ni a Perón. Pero los odiaba. Y odiaba eso en lo que lo convertía el odio, un odio que era antiguo, que lo superaba, que lo transformaba. Y nosotros, hoy, aquí, odiamos ser rudimentarios o ser tratados de rudimentarios o ser sospechados de rudimentarios. Aceptarlo, aceptarnos odiadores, hace que lo seamos menos, hace que relativicemos ese odio que de otra forma nos arrasaría. ¿Qué cosas nos desagradan, nos irritan, nos descomponen, nos manipulan? ¿Qué cosas finalmente nos movilizan, nos importan? ¿Es muy disruptivo sincerarse y decir que tenemos necesidad de odio y que el odio llega y a veces es útil, un fetiche necesario, calmador de ansiedades, incluso consuelo liberador, restablecedor del sentido, herramienta para posicionarnos en el mundo? El amor no puede ser siempre totem, y el odio no puede ser siempre tabú. Si nos quedamos en eso, vivimos en la hipocresía y el encierro, en el espiral neurótico del que da vueltas y vueltas y nunca concreta.

Comentando la antología de Joerg Drews, titulada Los poetas insultan a los poetas, Claudio Magris dice “a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya” pero enseguida aclara que “es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado.”
Otra vez, la necesidad de ser amado, la intrínseca relación entre odio y amor, esta vez cruzada con la envidia, un sentimiento, que parece unir ambas pasiones. Sin envidia, sin narcisismo exasperado, sin pretensiones celosas, sin penosas inseguridades, sin imperativo de ser amado y ser aceptado, probablemente no tendríamos la necesidad de escribir y, lo que es más lastimoso aun, tampoco de leer.

Me gustaría para terminar citar una escena de análisis, con un conocido chiste. La única variación que propongo es que se trata de un crítico literario el que entra, esta vez, al consultorio. Empieza la sesión y una vez más, ¡cuántas veces lo hizo ya!, el crítico empieza a describir la relación tensa que mantiene con sus colegas, con otros lectores, con los que escriben, copn los que leen, con los que publican, con los que lo ironizan por mail, con los que los insultan por Facebook, con sus alumnos, con sus maestros, con otros escritores, con editores, con amigos poderosos y enemigos astutos, con otros críticos.Y entonces el analista lo para y le pregunta:  ¿Pero alguno de sus colegas sufre algún tipo de enfermedad mental?– ¿Sufrir? ¿Sufrir? –piensa el crítico –. Bueno, creo que no, creo que en vez de sufrir enfermedades mentales todos parecen disfrutarlas.
 
19/06/2014

 

 

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