viernes, 6 de junio de 2014


¿QUÉ ES LA LITERATURA?
La respuesta no es tan importante como la pregunta, ya que respuestas hay demasiadas y de todo tipo, incluso tantas que se termina por escamotear y disimular la fuerza de preguntar. En cambio, el detenerse un momento a olisquear el miasma de época  que implica —o que al menos debería implicar— una nariz preguntona, pareciera ser un sentido de orientación atrofiado.
La verdad de la pregunta no es su predicado sino la postulación de su insistencia.
La experiencia nos ha hecho notar que cada vez que se interpela al disertante (sea éste docto, sacerdote o demagogo) sobre el qué, el por qué o el cómo de lo que dice, inmediatamente se produce la incomodidad y  repudio de su parte —y también de parte del público— que pareciera no querer saber nada de lo que subyace en lo dicho. A tal superficialidad de “lo dicho dicho está” hay que llamarla disciplina. Y todos sabemos —o al menos deberíamos advertir— cómo a fuerza de sermones-cerrojos se domestica al oído.
No deja de ser alcahuete periodismo la pregunta que no sea formulada con la oreja y la nariz.
Ante la pregunta (digo pregunta y no mera repetición de fraseo fetiche entre signos de interrogación) el funcionario de respuestas nunca quedará callado y arremeterá a la defensiva; inmediatamente jugará la retórica carta paranoica de transformarnos en ofensores. Así, sordo y veloz, responderá en contraofensiva, con tal de no dar cuenta del qué ni porqué de lo que dice, haciéndonos cómplice de la siniestra tautología (soy lo que soy, es lo que es) de hacer creer que todas las cosas del mundo son obvias.  
La ideología de la obviedad es brutal.
Se vuelve a corroborar siempre, y no está demás volver a insistir, que el territorio de la palabra es terreno de beligerancia. En este espacio de combate es clásica maniobra táctica hacer pasar a la interpelación por intimidación y a la pregunta que insiste por jodido peligro a rebatir y callar.
Hacer cerrar la jeta es siempre un asunto de mando; y cerrarla, de obscena obediencia.
      En una cultura de sistemáticos estrujamientos no es de extrañar que los efectos paranoides terminen por domesticar cualquier intento de cuestionar lo dado, y que la censura ya no necesite posicionarse como agente externo, debido a  que, fruto del hábito condicionado, el censor se internaliza en cada uno de nosotros, volviéndonos simples redactores, copistas, informantes; viral vasallaje.
El calco, la representación adhesiva, la mímesis vacua de la industria de la sugestión es el principio de la estupidez letal. 
 Escribiendo, por la inevitable experiencia de la corrección (tachaduras, reglas ortográficas, omisiones, supresiones, auto-exigencias, inhibiciones, ignorancia,  tedio y todo tipo de obstáculo para el acto textual, pero también la satisfacción del triunfo del texto sobre sus obstáculos) uno termina por darse cuenta que es su propio censor.
Feedback represor. Uno mismo produce y reproduce (proyecta) las amonestaciones correctivas de la voz. Parejita loca, besito mordisco.
Pero aquí las aguas se dividen: por un lado, los sordos copistas al dictado de las reglas del censor; por el otro,  la escritura en atención flotante, des-censora agujereante por definición.  
Preguntarse qué es la literatura es sostener la pregunta hasta el fin de las notas.
Las aguas seguirán divididas: entre los que colmarán las vasijas con revoque, y los que satirizarán los revestimientos.
Preguntemos a la mano del azar. Leamos en ella la trémula escritura  de su impredecible trazo.
 
 

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